febrero 16, 2009

El principio es el final

El final no es mío

…Y así, él encendió las luces de aquel auto que tenía su resguardo, bajó la ventanilla, la hizo acercarse, la miró a los ojos y le mostró con vergüenza y melancolía la bufanda que se había enredado en la palanca de velocidades.

-Sí, es mía.

Ella la tomó de prisa recogiéndose el pelo con una pinza, salió del estacionamiento, miró en el espejo sus ojos que brillaban con esa luz que sólo da haber gozado.

El lugar es siempre el mismo. A la misma hora de todos los días, Edgar ha llegado primero por última vez. Una semana entera le tomó anotarse en la cabeza el elocuente discurso que habría de escuchar Elena. Es uno de tantos misterios del ser humano, pensó, cómo las palabras entran a los oídos para después ser expulsadas furiosas a través de los ojos.

Edgar había imaginado aquel momento lo suficiente como para estar equivocado. Hay que estar preparado en todo momento al llanto de una mujer. Ella llegó, él sin advertir su presencia a escasos pasos del Mondeo color vino, sede de tantas mentiras.

El golpeteo en la ventana, quitar el seguro, abrir la puerta, desnudarse el uno al otro. Eran todos pequeños instantes ininterrumpidos de aquel ritual furtivo que Edgar y Elena compartían todas las noches de martes hacía ya año y medio. Todo era como lo fue la primera de estas noches. Todo menos el saludo. El espacio atemporal donde Elena entraba por la puerta del copiloto, minutos antes de abrir el músculo y cerrar los ojos, ahí, cabía siempre un saludo que con el tiempo cedió al tedio y a la culpa de ambos y ahora se escuchaba con mayor pesadez en cada ocasión. “Nene, estoy apuradísima” fue el de esta vez, seguido de una risita apretada como sólo Elena sabía interpretar.

Y siguieron con la monotonía de siempre, aunque ahora, en invierno, eran más las prendas enemigas. De igual forma, una a una sucumbieron a la destreza de esas cuatro manos, que se habían enseñado a ser mejores para desvestir que para acariciar.

Edgar sabía que al terminar tendría que despedirse de Elena para no volver al estacionamiento jamás, y decidió aletargar el momento con movimientos suaves e insípidos. Un café frío, o una cerveza caliente, siempre a destiempo.

El tablero y los asientos de atrás estaban cubiertos de ropa. La polo de Edgar sobre la guantera, una bufanda que no pudo reconocer en la palanca. Tela por aquí y por allá hacía las veces de escenografía para aquel doloroso acto final.

-Te quiero decir que ya no nos vamos a ver –dijo Edgar sin mirarla.

-¿Cuándo?

La pregunta de Elena tardó en ser contestada por lo que siguió ella misma, sabiendo que habría de vestirse pronto.

-Edgar, ¿ni los huevos tienes pa’ verme? -dijo endureciendo el rostro tanto como pudo-. No jodas.

-Te pido una disculpa –respondió él como si apelara ante un jurado expectante-. Pero va a tener que ser así.

Elena procesó aquellas palabras mientras veía extrañada el vaho de ambos que cubría el parabrisas.

-Pues a la chingada –sentenció.

La despedida también fue diferente esta vez. Elena apretaba el paso al alejarse del coche, azotando la puerta detrás de ella.

Ahora, Edgar ha llegado después. Rodeó el estacionamiento y cuando la vio, logró encontrar tan rápido y entre tanta oscuridad su mirada azul…