marzo 27, 2009

Bien Abiertos

Deseo salir de este cuarto tan pequeño donde apenas sí cabe mi cuerpo de pie. Luz y negrura, cómplices opuestos de esta ceguera. Me yergo tratando de levantar el peso que impide mi camino, para después ser devuelto a la incertidumbre de no saber dónde estoy, suponiendo quizá, la muerte. Toda vida alrededor mío, impávida bajo el brillo que quema desde arriba. Todo está maniatado con rigor. ¡Vaya expresión!, “maniatado”, no se me ocurre otra menos acertada. Y sólo yo puedo andar libremente por cada rincón de esta habitación. Sólo a mí me han perdonado las amarras. Sustancias de extraño color se vierten a través de unos poros que no son míos, navegando por venas que me son igualmente ajenas; todo lo que me rodea y que sufre al compás de unas líneas que suben y bajan y cuyo sonido no distingo, pero veo crestas como dibujos que recorren mi piel y adivinan el estado de ánimo de la habitación entera. Mi piel que mira, libertad sin dimensiones que me condena a ver caer todo lo demás. Quisiera por siempre volver a lo negro. Habría que preguntar a los otros si están de acuerdo.

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